
Tuve la buena fortuna de crecer con dos papás. Mi papá Gustavo, de quien soy un clon, y mi papá Francisco, el segundo esposo de mi mamá, con quien viví desde que tenía 4 años y hasta los 12. Lo curioso es que comencé a llamarlo papá cuando tenía 15 años. Supongo que quería honrarlo y además sentía que diciéndole papá también le estaba diciendo “te quiero».
Más divertido era ver lo que sucedía cuando estábamos los tres juntos (mi papá, mi papá y yo), en un cumpleaños, una graduación, o cualquier otra celebración familiar. Cuando decía «papá» los dos contestaban al unísono. Porque los dos eran mis papás. Punto.
Creo que mi papá Gustavo siempre estuvo agradecido porque sabía que yo estaba en buenas manos. Amigos desde que eran adolescentes, lo siguieron siendo cuando mi papá se casó con mi mamá, cuando se divorciaron, cuando mi papá y mi mamá se juntaron, cuando se separaron, y así sucesivamente.
Cuando se refería a mi papá Francisco, mi papá Gustavo solía decir que “el mono Liendo” era de las personas más inteligentes que había conocido en su vida. Y a cambio mi papá Francisco me decía que “el loco Lemoine” era el hombre más valiente con quien se había topado. Entre ellos había una profunda admiración por el otro. Y yo, que nací enmantillada, tuve la suerte de ser hija de los dos.
Anoche mi hermano me llamó para decirme que mi papá había sufrido un segundo infarto y que su corazón no había resistido. Si hoy tuviera que definirlo, diría que mi papá fue un buen hombre y que estará feliz de ser recordado como tal.
En mi adolescencia se convirtió en mi mejor amigo y confidente. No importa lo que le contara, siempre estuvo allí: apoyándome, ayudándome, aupándome, animándome, confiando en mí, creyendo en mí y mejor aún: haciéndome sentir querida e importante. Solía decirme que era inteligente y bonita, o bonita e inteligente, y siempre aclaraba que el orden de los factores no altera el producto. Supongo que el producto es la mujer segura y confiada en mi misma que soy hoy.
Recuerdo que a mis 14 años era una adolescente terrible y lo último que me interesaba era estudiar. Entonces mi papá me preguntó ¿qué te gustaría ser? Y yo le respondí “diseñadora de modas”. A los tres días se apareció con una máquina de coser Sears y una oferta para que hiciera una pasantía como aprendiz de costurera en la fábrica de uniformes de su mejor amigo, Manuel Gallego.
Por supuesto que yo quería ser Carolina Herrera y no una costurera, así que volví a la escuela (así era mi papá, siempre tenía una forma muy sutil de salirse con la suya), y me las arreglé para ponerme mis propios diseños, cosidos con mi máquina Sears, por un par de años.
Nunca, jamás, sentí que no era su hija: no había ninguna diferencia entre la forma en que me trataba y quería a mí y en la que trataba y quería a mi hermana Andreína o a mi hermano Ernesto.
Nunca se ponía corbata, pero como era profesor en la Universidad Central de Venezuela, donde me gradué de periodista, hizo el sacrificio de ponerse una toga y un birrete para darme el diploma en mi acto de graduación. Fue también quien me llevó al hospital el día que nació mi primer hijo. Siempre, siempre estuvo ahí para mí, orgulloso de mis logros, el más orgulloso de los papás.
Hoy mi papá Gustavo asistirá al funeral de mi papá Francisco, no sólo para rendir tributo a su amigo de toda la vida, sino también para decirle adiós a mi papá en mi nombre.
Te quiero y te querré siempre papá. Gracias por hacerme la más afortunada de las hijas. Ten la seguridad de que serás profundamente extrañado, aunque estoy tranquila porque se que tienes el cielo ganado.
