
Sin embargo, no fue sino hasta que nació Tomás Eugenio (11), mi segundo milagro, cuando sentí que mi vida estaba completa: lo mío con esta criatura fue amor a primera vista y desde que lo tuve en mis brazos y lo miré y lo besé por primera vez, supe que no podría vivir sin este muchachito de ojos de almendra y rizos de caoba.


Buscando un mejor futuro para mis hijos, quienes por ese entonces tenían 3 y 5 años, liquidé activos y despaché lo que había sido mi vida en un contenedor que zarpó del Puerto de La Guaira, en mi Venezuela natal, rumbo a su destino en el Puerto de San Pedro, en Los Ángeles, California.
