La Navidad pasada mi amiga Orquídea me envió desde Tijuana tres delicadas latitas con tres variedades diferentes de chocolate para taza mexicano. Todo un lujo. Se trata de una edición especial, lanzada al mercado para celebrar el bicentenario de México, o más exactamente el 200 aniversario del inicio de su Guerra de Independencia de España.
En 1810, Miguel Hidalgo y Costilla, un sacerdote mexicano hizo un llamado a las armas contra los españoles, más tarde conocido como el Grito de Dolores, y poco después comenzó la guerra que duraría más de una década y que resultó, finalmente, en la independencia de México de la corona española.
El chocolate es, sin duda, uno de los aportes más valiosos de México a la gastronomía universal. Al igual que en otros países centro y sudamericanos, en México se cultiva cacao desde hace tres milenios. Con sus frutos, los aztecas, y otros pueblos mesoamericanos, hacían una bebida conocida como xocolātl, la voz náhuatl que significa «agua amarga» y que se cree sea el origen de la palabra chocolate.
Atesoré mis latas de chocolate hasta el pasado viernes. Estaba nevando en las montañas, tenía la chimenea encendida y estaba en plena faena de restauración de la mesa de café de mi family room. Y todavía tenía en mente la oda al chocolate caliente mexicano que esa fría mañana publicó una amiga de twitter en su blog.
Así que decidí que era hora de consentirnos. En el empaque en que venían envueltas, sugerían un litro de leche por cada tableta de 85 gramos de chocolate semi amargo con sabor a almendras, pero como me gustan las cuentas claras y el chocolate espeso, reduje la cantidad de leche a sólo tres tazas.
No tan espeso como el chocolate que se toma con churros en Madrid. No tan cremoso como el chocolate que mi mamá y mi abuela solían preparar en Caracas. No tan dulce como el hot cocoa que solemos tomar en Estados Unidos. Este es un chocolate fragante y de textura si se quiere áspera y terrosa, con notas de almendras tostadas, sin duda el mejor chocolate caliente que he tomado jamás.